viernes, 1 de enero de 2010

Encargo.


No me des tregua, no me perdones nunca.
Hostígame en la sangre, que cada cosa cruel sea tú que
vuelves.
¡No me dejes dormir, no me des paz!
Entonces ganaré mi reino,
naceré lentamente.
No me pierdas como una música fácil, no seas caricia ni
guante;
tállame como un sílex, desespérame.
Guarda tu amor humano, tu sonrisa, tu pelo. Dálos.
Ven a mí con tu cólera seca de fósforos y escamas.
Grita. Vomítame arena en la boca, rómpeme las fauces.
No me importa ignorarte en pleno día,
saber que juegas cara al sol y al hombre.
Compártelo.


Yo te pido la cruel ceremonia del tajo,
lo que nadie te pide: las espinas
hasta el hueso. Arráncame esta cara infame,
oblígame a gritar al fin mi verdadero nombre.


Julio Cortàzar.

2 comentarios:

Mario dijo...

21

Que los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y la memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de palabras rotas.
Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que sólo puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como una aplanadora, al espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas; que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los tachos de basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero.
Que cuando quieras decir: “Mi amor”, digas: “Pescado frito”; que tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo, seas tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave inglesa.
Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura.


-


La dignidad de los espantapájaros se puede prestar, perder, robar, olvidar, pero nunca - Nunca - regalar. Eso es lo que se guardarán por siempre. Aunque lo saquen del campo y lo dejen tirado por ahí, entre herramientas oxidadas y agua estancada, el peón tropezará con el hasta tirarlo al fuego y reducirlo a nada, sin dejarle siquiera oportunidad al viento de robarse esas cenizas; porque a el no le pertenecen y mucho menos a esa poesía que lo hizo subir de ego hasta las nubes y moverlas, hasta el mar y romperlo en olas, hasta el cielo y explotarlo en estrellas, hasta el vacío y nada. Puras letras.
Entre el fuego y, como de costumbre, sin vacilar su sonrisa, el espantapájaros reirá tan locamente que no se le oirá. Porque los oídos del pobre hombre tienen el tímpano de todos los hombres. Porque su lengua sólo recita versos prestados. Porque sus ojos son redondos. Bien redondos y brillantes. Grises, marrones; verdes y negros. Y sólo pueden ver. Porque la leña no leyó nunca, porque el viento lo sabe. Porque las nubes se esconden y porque el barco se queda quietito ante la inmensidad del eterno cadáver raquítico de palo y paja, travestido en hombre, que sabe el secreto del tiempo y prefiere incendiarse a perderse el acto patético de la dignidad humana.

Mi tío Mario dijo...

…Y un día después talle mi lápida...
¡Pero qué tormenta! Premeditada aquella tempestad. Porciones de invierno dispersas como brillo en la calle de noche. Azul. Verde. Naranja. Sabida es la cuestión milagrosa de lo cotidiano. Todo eso y más ¡Claro que sí! Los mordiscos, por ejemplo. Los dolores de espalda, otro caso hipotético en lo casual. ¿O acaso esos instantes donde los dientes están a punto de explotar en mariposas escapan esta condición? Lo digo yo, aunque no sea garantía de mucho: No Señor, no se equivoca, anímese a regatear la certeza de que cumple los requisitos también.
En fin… decía que de golpe y porrazo se cayó el disfraz de piel que tenía encima y no quedó alternativa que discrepe con la idea de salir corriendo, así como estaba, agarrándome las tripas para no perderlas en el camino.
Me escapé, bah. Lo visto bonito, pero sucedió así ¿alguien me lo va a negar?
Me divertí muchísimo… manchando con sangre lo que venga en gana al alma (ya sin cuero impermeable ¿quién la detendría?), rompiendo vasos y lámparas, mostrándole mi mierda al cura y blasfemando sus concejos. Ruido… mucho, mucho (mucho), ruido. Y ese perfume putrefacto que tienen la empatía y la piedad. Al fin y al cabo, el agua pudo más que la sal, y la fiebre brotó de la tierra en un acto tan único y puro e íntimo que el sol se lo perdió. ¡Si hubieran visto a la luna durante ese instante que sonreía y se tapaba la cara!
Al amanecer comencé. Para cuando esa bola roja se puso amarilla, perpendicular a mi columna vertebral, mi cama eterna ya estaba tendida. Y si bien, durante los primeros días la almohada no se acomodaba, mi sangre se tranquilizó, entendió que debía quedarse un poco más quieta.
“Nunca se sabe” escribí en mi epitafio. Incrusté los únicos tres diamantes que verdaderamente posee el mundo (en mi lecho de muerte, les confieso un secreto: sólo existen tres, el resto son eternas réplicas de lo mismo: o el diamante o la cera, elegí) ubicándolos como vértices de un triángulo equilátero. Encerré el triángulo y mis últimas palabras con un círculo perfecto; tan perfecto que los ojos insisten en su condición de escaleno. El mar es un poco como la fiebre: viene y va, rompe olas o descansa en paz.