Apenas lograba apaciguar el miedo, le dominaba la enquina. Se detenìa ensimismado en cualquier lado. Sentìase como un perro dispuesto a rascarse la sarna en una esquina de la ciudad. Reaccionaba de esa sensaciòn humillante: escupìa lejos y sin mirar dònde. Cuando lo empujaban, èl hacìa lo mismo con forzada pero entusiasta perversidad. Sentìase irracionalmente orgulloso al compararse con un guerrero que pelease solo contra un ejèrcito. De ahì, posiblemente, su cansancio y desesperaciòn. Le costaba levantar los pies del suelo mientras dominaba un grito capaz de prenderse en las puntas de los rascacielos. Y no era para menos: ¡Un hombre contra la ciudad! ¡Uno sòlo contra seis millones! Sentìase sobreviviente de una batalla lejana y perdida. Algo màs que un muerto y menos que un nàufrago. ¡Nunca una expediciòn se organizò para rescatar a un nàufrago de Buenos Aires! Vacilò un instante frente al cine, pero reanudò la marcha. Pensò, complacido, en su astucia. ¡Uno contra seis millones! En un momento creyò haber engañado a todos. Mirò a la muchedumbre que corrìa a su lado:-¡Imbèciles!
Lo repitiò con voluptuosa convicciòn. Conocìa las artimañas de sus enemigos y en consecuencia no les temìa. Pero le indignaba esa perseverancia en la simulaciòn de ignorarlo. La gente pasaba a su lado como si èl, Amèrico Rivas, no existiese. ¡Vaya si existìa! Para demostrarlo, determinò abrirse paso a lo macho entre el gentìo que salìa de la secciòn de los cines de la calle Lavalle. Se metiò contra la corriente humana que se abrìa en abanico en el hall del "Ocean", despertando protestas y un codazo en sus costillas. Llegò al aparato telefònico, echò la moneda y discò ansiosamente. Escuchò el timbre, intermitente e incansable. Colgò el auricular, recogiò la moneda para volverla a echar y discar nuevamente. Mientras lo hacìa observò en el espejo sus ojos fijos y vidriosos, y la tonalidad azulina de la barba sin afeitar. Una imagen lamentable y nada simpàtica. Le sorprendiò la revelaciòn de què èl tambièn era de los otros, de los que no querìan a Amèrico Rivas.
Bernardo Kordon,Vencedores y Vencidos, PRIMERA PARTE, capìtulo I.